No se trataba solamente de dejarlo suelto. No era ahora que
tuviera que andar por ahí sintiéndose mal por algún nuevo detalle. Todo era
complejo y a la vez tan simple como apretar el gatillo de aquella arma que
estaba en el piso. ¿Pero para qué?
Tampoco era que se requiera mucho de él para desatar el
infierno, para empujar la tormenta. Pero era poco lo que él mismo conocía. No
tenía idea de cómo había llegado hasta ahí, de qué había sucedido.
Un día cualquiera en la oficina, su jefe le había puesto la
cuarta o quinta tarea inútil de la semana, en esta ocasión tendría que volver a
organizar los reportes de ventas, esta vez no por volumen, como se necesitaba
para la junta de accionistas, sino por orden cronológico para que el maldito
hijo de papi y mami que estaba allí porque conocía de un posgrado en el
exterior a uno de los accionistas. Aquella no era una compañía tan grande y que
se jactaba de ser familiar, lo que se traducía en una serie de ejecutivos
jóvenes ávidos de poder y sin mayor experiencia en el mundo de los negocios,
que hacían todo lo posible para vivir en el mundo de los ricos y famosos que se
veía en la televisión, pero que realmente no tenían todo el dinero para pagar
aquel estilo de vida. Roberto era uno de esos jóvenes, endeudado hasta la
medula, con una novia de excelente familia, con todo por delante, pero con una
extraña tendencia a jugar hasta el último peso en el casino, así como a
encamarse con toda clase de mujeres, prostitutas y drogadictas principalmente.
Era Roberto quien había traído a Charles a esa oficina, era
quien se había encargado de darle poder sobre las vidas de tres decenas de
miserables que tenían que luchar cada semana para cumplir cuotas ridículas de
ventas en la medida en que afuera existían decenas de otros vendedores en
espera de una oportunidad. De esta forma se hacían los negocios, bajo la tenaza
constante del miedo, con una espada que se elevaba sobre cada uno de ellos,
miedo a través del hambre, de manera que aquello era poco menos de un campo de
concentración.
Almas desechas, se encargaban de realizar todo el trabajo
duro mientras que Charlie se ocupaba de concertar juegos de golf, de hacer
negocios con algunos artículos de lujo que nunca terminaba comprando, y sobre
todo, se le iba el tiempo en hablar con su amigo, el socio, otro joven
importante, talentoso y exitoso como él.
Diego fantaseaba con la idea de deshacerse de su jefe,
pasaba los pocos minutos libres de su día concentrado en búsquedas en la red
sobre formas de deshacerse de un cadáver. Había imaginado tantas formas de
hacerlo, desde depositar una toxina mortal en su café, hasta empujarlo por las
escaleras. Apuñalarlo con uno de los lápices de su mismo escritorio, los que
reposaban sin ser usados jamás, pues Charles solo usaba el correo de la oficina
para enviar porno a sus amigos, nunca leía ninguno de los reportes que
encargaba a Diego, y por supuesto no tenía ni idea de cómo escribir con sus
manos. Por mucho sus habilidades comunicativas se reducían a los mensajes de
texto que enviaba a sus múltiples amantes, las que en muchas ocasiones no eran
más que prostitutas en búsqueda de otra noche paga.
Sí, Diego se ocupaba todo el día de lidiar con su opresor, y
por las noches se tardaba en dormir luego de pensar de forma recurrente en todo
lo mal que le había ido en el día. En más de una ocasión era desvelado por
cuenta de las tareas de último minuto que le eran encargadas por Charles,
incluso mucho después de haberse ido de la oficina. Estas llegaban a través del
mail de la compañía, mismo que estaba obligado a tener vinculado a su teléfono
móvil aun cuando era él quien tenía que pagar las cuentas. Y alguna vez que se
quedó sin carga y no pudo atender a una tarea de Charles, recibió tal reprimenda,
y una merma en la paga, que no tuvo de otra si no garantizar el estar siempre
disponible, para cualquier cosa importante o inútil que pasara por la cabeza
del maldito de su jefe.
Pero esa semana había sido especial. Había tenido que
trabajar en una serie de reportes para la Junta Directiva. Algo había pasado y
corría el rumor de que alguien estaba sustrayendo dinero de la compañía a
través de jugadas elaboradas como el retoque de informes y varias jugadas con
las cuentas. Por ese motivo el inútil de Charles se había concentrado más que
nunca en entender el trabajo que supuestamente estaba allí para hacer. Y para
eso usó, por supuesto, a su esclavo personal.
Diego sentía que su vida había acabado. Entre su trabajo
regular, entre las múltiples horas extra entregadas a la inútil tarea de
entrenar a la oruga que tenía como jefe en las sutilezas del mundo corporativo
para que entendiera el más simple de los informes. Su descanso se redujo a unas
pocas horas por día. Se convirtió progresivamente en otra persona, sus
fantasías psicóticas empezaron a hacerse más continuas y más reales. Cada vez
que veía a Charles lo encontraba con algún corte en su cuerpo, con alguna
extraña mutilación e incluso en una ocasión vio el cuerpo pararse y dar las
continuas vueltas ansiosas de aquel inútil, en tanto su cabeza hablaba desde
una posición extraña en el escritorio, cercenada por completo y con un charlo
creciente que burbujeaba con cada seseo del maldito.
Creía que iba a perder la cordura, de manera que cuando no
pudo más intentó pedir un día libre. Le imploró, le suplicó a Charles por un
día, luego por unas horas. Pero el discurso conocido del compromiso con la
compañía, de los momentos de crisis en los que era más fácil comprobar la valía
de un trabajador, los momentos indicados para sobresalir, toda esa verborrea
que no implicaba otra cosa que si no hacía caso iba a ser despedido. Esa fue la
respuesta.
Algo en su interior se quebró. Ahora, ¿después de tanto
tiempo?
Diego se dio la vuelta y volvió a introducirse en la oficina
de Charles, que no era más que una separación cubicular más grande, eso sí, que
la de los demás empleados, aun cuando su paga era tres veces mayor. No
importaba, estaban solos porque el molesto jefe solo confiaba en Diego para las
tareas.
El minúsculo economista con un MBA, estudioso y con un gran
futuro por delante avanzó hacia el bien vestido jefe de sección. Su mirada era
el vacío y parecía estar poseído por algo ajeno a cualquier ser humano, algo
diferente, algo sombrío. Ira contenida, la represión de cientos de días de
maltrato con sus noches sin descanso.
Aquella voz gangosa con el impedimento del habla, que tantas
veces había sido usada para gritado, intentaba detenerlo, pero vino el primer
golpe directo a la cara. Pura furia contenida que había dado un gran impulso al
puño y lo había convertido en una maza con suficiente potencia para romper algo
en la cara de Charles y hacerle sangrar profusamente. Vino el segundo golpe
también en el rostro, que lo hizo perder el equilibrio y caer el suelo. Allí,
fue azotado nuevamente por la furia del empleado durante lo que le parecieron
horas. Charles no sabía si tenía una costilla rota, y del shock había dejado de
sentir los golpes en la cara, además su visión se estaba cerrando por el lado
derecho.
El ya no tan elegante jefe de sección se incorporó hecho una
jalea rojiza, mientras el empleado se dirigía inmutable hacia la calle. Charles
abrió el tercer cajón de su escritorio y sacó su arma. Estaba cargada. Quitó el
seguro y martilló la pistola como le había enseñado su padre. Disparó una vez.
Diego pudo sentir como la bala le atravesó la espalda. Cayó.
***
Charles dio un par de pasos más y entonces fue consciente de
lo que había hecho. Meditó de nuevo sobre la posibilidad de volver a accionar
el gatillo, sobre terminar el trabajo. El maldito que le había hecho la cara
papilla estaba aún respirando, quizá no volvería a verse bien, estaba seguro de
tener algo roto en el rostro, además de la costilla que le apuñalaba a medida
que respiraba. Sí, el maldito lo merecía.
Lo hizo. Disparó una segunda, una tercera, una cuarta vez.
No paró allí y le descargó toda la munición que cabía en su pistola, 14 tiros,
la mayoría agrupados alrededor del tórax, otros en la cabeza y un par en las
extremidades. Sabía lo que pasaría, lo acusarían de homicidio premeditado, pero
él tenía el suficiente poder e influencia para librarse de ello con un buen
abogado, a la final el desgraciado lo había provocado, lo había molido a
golpes. Sí. Había sido en legítima defensa.
Tomó el teléfono y llamó a su abogado mientras servía un
trago del Vodka que tenía guardado en su mini nevera. Le contó rápidamente a su
asesor sobre lo que había pasado mientras dejaba a un lado la pistola sin
munición, aun humeante.
Habría querido volver a cargarla,
buscar la caja con la munición y llenar nuevamente el arma que ahora yacía en
el suelo luego de habérsele caído tras la conmoción. Pero Diego se había
levantado y ahora caminaba hacia él con paso decidido. Intentó golpearlo con el
teléfono, pero fue inútil, la masa sanguinolenta de carne que ahora caminaba
hacia él era más fuerte. Y no se detuvo.
Lo agarró con una fuerza descomunal del cuello y de la cintura,
lo sostuvo por encima y lo lanzó a través del cristal de seguridad, hacia el
infinito negro de la noche y doce pisos de caída libre.
Charles sintió el impacto con el duro cristal, la helada
noche que durante unos instantes no hizo nada por detener la caída y el duro
asfalto que, en cambio, le quebró todos los huesos y extinguió su vida para
siempre.
FIN.