sábado, 16 de septiembre de 2017

El desnocido [Cuento]

Lo repetiría, con gusto, lo haría una y mil veces más.
No se trataba solamente de dejarlo suelto. No era ahora que tuviera que andar por ahí sintiéndose mal por algún nuevo detalle. Todo era complejo y a la vez tan simple como apretar el gatillo de aquella arma que estaba en el piso. ¿Pero para qué?
Tampoco era que se requiera mucho de él para desatar el infierno, para empujar la tormenta. Pero era poco lo que él mismo conocía. No tenía idea de cómo había llegado hasta ahí, de qué había sucedido.
Un día cualquiera en la oficina, su jefe le había puesto la cuarta o quinta tarea inútil de la semana, en esta ocasión tendría que volver a organizar los reportes de ventas, esta vez no por volumen, como se necesitaba para la junta de accionistas, sino por orden cronológico para que el maldito hijo de papi y mami que estaba allí porque conocía de un posgrado en el exterior a uno de los accionistas. Aquella no era una compañía tan grande y que se jactaba de ser familiar, lo que se traducía en una serie de ejecutivos jóvenes ávidos de poder y sin mayor experiencia en el mundo de los negocios, que hacían todo lo posible para vivir en el mundo de los ricos y famosos que se veía en la televisión, pero que realmente no tenían todo el dinero para pagar aquel estilo de vida. Roberto era uno de esos jóvenes, endeudado hasta la medula, con una novia de excelente familia, con todo por delante, pero con una extraña tendencia a jugar hasta el último peso en el casino, así como a encamarse con toda clase de mujeres, prostitutas y drogadictas principalmente.
Era Roberto quien había traído a Charles a esa oficina, era quien se había encargado de darle poder sobre las vidas de tres decenas de miserables que tenían que luchar cada semana para cumplir cuotas ridículas de ventas en la medida en que afuera existían decenas de otros vendedores en espera de una oportunidad. De esta forma se hacían los negocios, bajo la tenaza constante del miedo, con una espada que se elevaba sobre cada uno de ellos, miedo a través del hambre, de manera que aquello era poco menos de un campo de concentración.
Almas desechas, se encargaban de realizar todo el trabajo duro mientras que Charlie se ocupaba de concertar juegos de golf, de hacer negocios con algunos artículos de lujo que nunca terminaba comprando, y sobre todo, se le iba el tiempo en hablar con su amigo, el socio, otro joven importante, talentoso y exitoso como él. 
Diego fantaseaba con la idea de deshacerse de su jefe, pasaba los pocos minutos libres de su día concentrado en búsquedas en la red sobre formas de deshacerse de un cadáver. Había imaginado tantas formas de hacerlo, desde depositar una toxina mortal en su café, hasta empujarlo por las escaleras. Apuñalarlo con uno de los lápices de su mismo escritorio, los que reposaban sin ser usados jamás, pues Charles solo usaba el correo de la oficina para enviar porno a sus amigos, nunca leía ninguno de los reportes que encargaba a Diego, y por supuesto no tenía ni idea de cómo escribir con sus manos. Por mucho sus habilidades comunicativas se reducían a los mensajes de texto que enviaba a sus múltiples amantes, las que en muchas ocasiones no eran más que prostitutas en búsqueda de otra noche paga.
Sí, Diego se ocupaba todo el día de lidiar con su opresor, y por las noches se tardaba en dormir luego de pensar de forma recurrente en todo lo mal que le había ido en el día. En más de una ocasión era desvelado por cuenta de las tareas de último minuto que le eran encargadas por Charles, incluso mucho después de haberse ido de la oficina. Estas llegaban a través del mail de la compañía, mismo que estaba obligado a tener vinculado a su teléfono móvil aun cuando era él quien tenía que pagar las cuentas. Y alguna vez que se quedó sin carga y no pudo atender a una tarea de Charles, recibió tal reprimenda, y una merma en la paga, que no tuvo de otra si no garantizar el estar siempre disponible, para cualquier cosa importante o inútil que pasara por la cabeza del maldito de su jefe.
Pero esa semana había sido especial. Había tenido que trabajar en una serie de reportes para la Junta Directiva. Algo había pasado y corría el rumor de que alguien estaba sustrayendo dinero de la compañía a través de jugadas elaboradas como el retoque de informes y varias jugadas con las cuentas. Por ese motivo el inútil de Charles se había concentrado más que nunca en entender el trabajo que supuestamente estaba allí para hacer. Y para eso usó, por supuesto, a su esclavo personal.
Diego sentía que su vida había acabado. Entre su trabajo regular, entre las múltiples horas extra entregadas a la inútil tarea de entrenar a la oruga que tenía como jefe en las sutilezas del mundo corporativo para que entendiera el más simple de los informes. Su descanso se redujo a unas pocas horas por día. Se convirtió progresivamente en otra persona, sus fantasías psicóticas empezaron a hacerse más continuas y más reales. Cada vez que veía a Charles lo encontraba con algún corte en su cuerpo, con alguna extraña mutilación e incluso en una ocasión vio el cuerpo pararse y dar las continuas vueltas ansiosas de aquel inútil, en tanto su cabeza hablaba desde una posición extraña en el escritorio, cercenada por completo y con un charlo creciente que burbujeaba con cada seseo del maldito.
Creía que iba a perder la cordura, de manera que cuando no pudo más intentó pedir un día libre. Le imploró, le suplicó a Charles por un día, luego por unas horas. Pero el discurso conocido del compromiso con la compañía, de los momentos de crisis en los que era más fácil comprobar la valía de un trabajador, los momentos indicados para sobresalir, toda esa verborrea que no implicaba otra cosa que si no hacía caso iba a ser despedido. Esa fue la respuesta.
Algo en su interior se quebró. Ahora, ¿después de tanto tiempo?
Diego se dio la vuelta y volvió a introducirse en la oficina de Charles, que no era más que una separación cubicular más grande, eso sí, que la de los demás empleados, aun cuando su paga era tres veces mayor. No importaba, estaban solos porque el molesto jefe solo confiaba en Diego para las tareas.
El minúsculo economista con un MBA, estudioso y con un gran futuro por delante avanzó hacia el bien vestido jefe de sección. Su mirada era el vacío y parecía estar poseído por algo ajeno a cualquier ser humano, algo diferente, algo sombrío. Ira contenida, la represión de cientos de días de maltrato con sus noches sin descanso.
Aquella voz gangosa con el impedimento del habla, que tantas veces había sido usada para gritado, intentaba detenerlo, pero vino el primer golpe directo a la cara. Pura furia contenida que había dado un gran impulso al puño y lo había convertido en una maza con suficiente potencia para romper algo en la cara de Charles y hacerle sangrar profusamente. Vino el segundo golpe también en el rostro, que lo hizo perder el equilibrio y caer el suelo. Allí, fue azotado nuevamente por la furia del empleado durante lo que le parecieron horas. Charles no sabía si tenía una costilla rota, y del shock había dejado de sentir los golpes en la cara, además su visión se estaba cerrando por el lado derecho.
El ya no tan elegante jefe de sección se incorporó hecho una jalea rojiza, mientras el empleado se dirigía inmutable hacia la calle. Charles abrió el tercer cajón de su escritorio y sacó su arma. Estaba cargada. Quitó el seguro y martilló la pistola como le había enseñado su padre. Disparó una vez.
Diego pudo sentir como la bala le atravesó la espalda. Cayó.
***
Charles dio un par de pasos más y entonces fue consciente de lo que había hecho. Meditó de nuevo sobre la posibilidad de volver a accionar el gatillo, sobre terminar el trabajo. El maldito que le había hecho la cara papilla estaba aún respirando, quizá no volvería a verse bien, estaba seguro de tener algo roto en el rostro, además de la costilla que le apuñalaba a medida que respiraba. Sí, el maldito lo merecía.
Lo hizo. Disparó una segunda, una tercera, una cuarta vez. No paró allí y le descargó toda la munición que cabía en su pistola, 14 tiros, la mayoría agrupados alrededor del tórax, otros en la cabeza y un par en las extremidades. Sabía lo que pasaría, lo acusarían de homicidio premeditado, pero él tenía el suficiente poder e influencia para librarse de ello con un buen abogado, a la final el desgraciado lo había provocado, lo había molido a golpes. Sí. Había sido en legítima defensa.
Tomó el teléfono y llamó a su abogado mientras servía un trago del Vodka que tenía guardado en su mini nevera. Le contó rápidamente a su asesor sobre lo que había pasado mientras dejaba a un lado la pistola sin munición, aun humeante.
Habría querido volver a cargarla, buscar la caja con la munición y llenar nuevamente el arma que ahora yacía en el suelo luego de habérsele caído tras la conmoción. Pero Diego se había levantado y ahora caminaba hacia él con paso decidido. Intentó golpearlo con el teléfono, pero fue inútil, la masa sanguinolenta de carne que ahora caminaba hacia él era más fuerte. Y no se detuvo.
Lo agarró con una fuerza descomunal del cuello y de la cintura, lo sostuvo por encima y lo lanzó a través del cristal de seguridad, hacia el infinito negro de la noche y doce pisos de caída libre.
Charles sintió el impacto con el duro cristal, la helada noche que durante unos instantes no hizo nada por detener la caída y el duro asfalto que, en cambio, le quebró todos los huesos y extinguió su vida para siempre.

FIN.