Después de leer un poco de todo en internet, y de darme cuenta para mi propia satisfacción que los blogs se resisten a morir (pese a que el tiempo promedio de uso en internet de las personas se debate entre googlear su nombre [buscarse a sí mismo en google] y mirar que han hecho sus "amigos" en facebook). Bueno, en fin, me he dado cuenta de que mis malestares no son -solo- un resultado de mi actual situación neurótica-existencial, es decir, un reflejo de mi falta de salud mental, si no que existen varias personas que ven el mismo tipo de demonios en la cotidianidad y en la sociedad actual que a mí ya me parece que dejo de estar enferma para empezar a apestar con su cadavérico existir. Mi esquizofrenia no es tan grave.
El mundo tiene un nigromántico sentido del ser, y es que todo lo que ha muerto, por el mismo menester de su asesino, tiende a ser reanimado, no revivido ni resucitado (el mito de la resurrección se lo llevo consigo aquel magnifico personaje de alegre sonrisa y barba café que sale en mas posters y estampas que cualquier estrella de rock, claro que a lo mejor él mismo encarna el espíritu del Rock [antes de que fuera pervertido, como todo]). Entonces, ante un mundo que mata y luego reanima, tiene uno que lograr acostumbrarse a los continuos olores a descomposición, y a la muerte cuando ya se seca, y empieza a oler así, porque hasta el olor se cansa de apestar.
Todo el cuento de la virtualidad ocupa en más de un sentido los escritos de mis compañeros de líneas, y veo como todo el cuento de este espacio que los unió, también los hace querer separarse, o colgarse de sus propios cordones o de los cables de los periféricos que usan (!ohh!, cierto, tecnología inalámbrica, ya no queda ni con que ahorcarse). Entre quienes se valen de esta herramienta para el abuso y otros quienes ponen mucho de sí en cada bit de información en la red, se ve una constante de desidia y congoja, que no va a tener final feliz para nadie, a menos que cambien nuestras costumbres, tanto con respecto a la manera en que nos relacionamos con otros, como con la forma en que acogemos (y recogemos) experiencias y enseñanzas derivadas de cada una de nuestras relaciones. Alguien me dijo que las personas hemos perdido en cierta manera la capacidad de intimar, sin embargo lo que creo es que precisamente ya no lo hacemos, porque mucho de lo que está abierto a los demás, nunca debió haber salido de nosotros y lo que pasó en el camino fue que terminamos revelando un mundo que nos pertenecía, en aras de compartir y de asegurar de una manera muy peligrosa, nuestra identidad.
Algunos que como yo, hemos estado en el ahora, pero también en el antes, y de igual manera en la transición entre estas dos, podemos dar fe de como todo podía ser distinto, de como el individuo existía y precedía a la sociedad, e incluso su importancia era tal, que le daba forma a esta. La forma correcta (a mi modo de ver) de hacer las cosas, es ir de adentro hacia afuera, y poco a poco. Es decir, esperar a encontrar aquel en quien se pueda (o se quiera) confiar y a ese alguien dejarle entrar a quien uno es, a quien uno ha construido para sí, a ese yo que se encuentra encerrado en las paredes del pensamiento y el sentimiento, quien debería ser temido y amado, misterioso y profundo. Sin embargo, la gente ha matado la profundidad de su ser y por supuesto no hay misterio alguno en aquel que está siempre conectado, siempre dispuesto, siempre atento; Cuya vida es alegre y feliz en cuanto mayor es la aprobación que recibe a todas y cada una de las acciones que lleva a cabo. ¿Cuándo empezó a importar tanto la opinión y el gusto de otros sobre nuestras vidas?
El mundo tiene un nigromántico sentido del ser, y es que todo lo que ha muerto, por el mismo menester de su asesino, tiende a ser reanimado, no revivido ni resucitado (el mito de la resurrección se lo llevo consigo aquel magnifico personaje de alegre sonrisa y barba café que sale en mas posters y estampas que cualquier estrella de rock, claro que a lo mejor él mismo encarna el espíritu del Rock [antes de que fuera pervertido, como todo]). Entonces, ante un mundo que mata y luego reanima, tiene uno que lograr acostumbrarse a los continuos olores a descomposición, y a la muerte cuando ya se seca, y empieza a oler así, porque hasta el olor se cansa de apestar.
Todo el cuento de la virtualidad ocupa en más de un sentido los escritos de mis compañeros de líneas, y veo como todo el cuento de este espacio que los unió, también los hace querer separarse, o colgarse de sus propios cordones o de los cables de los periféricos que usan (!ohh!, cierto, tecnología inalámbrica, ya no queda ni con que ahorcarse). Entre quienes se valen de esta herramienta para el abuso y otros quienes ponen mucho de sí en cada bit de información en la red, se ve una constante de desidia y congoja, que no va a tener final feliz para nadie, a menos que cambien nuestras costumbres, tanto con respecto a la manera en que nos relacionamos con otros, como con la forma en que acogemos (y recogemos) experiencias y enseñanzas derivadas de cada una de nuestras relaciones. Alguien me dijo que las personas hemos perdido en cierta manera la capacidad de intimar, sin embargo lo que creo es que precisamente ya no lo hacemos, porque mucho de lo que está abierto a los demás, nunca debió haber salido de nosotros y lo que pasó en el camino fue que terminamos revelando un mundo que nos pertenecía, en aras de compartir y de asegurar de una manera muy peligrosa, nuestra identidad.
Algunos que como yo, hemos estado en el ahora, pero también en el antes, y de igual manera en la transición entre estas dos, podemos dar fe de como todo podía ser distinto, de como el individuo existía y precedía a la sociedad, e incluso su importancia era tal, que le daba forma a esta. La forma correcta (a mi modo de ver) de hacer las cosas, es ir de adentro hacia afuera, y poco a poco. Es decir, esperar a encontrar aquel en quien se pueda (o se quiera) confiar y a ese alguien dejarle entrar a quien uno es, a quien uno ha construido para sí, a ese yo que se encuentra encerrado en las paredes del pensamiento y el sentimiento, quien debería ser temido y amado, misterioso y profundo. Sin embargo, la gente ha matado la profundidad de su ser y por supuesto no hay misterio alguno en aquel que está siempre conectado, siempre dispuesto, siempre atento; Cuya vida es alegre y feliz en cuanto mayor es la aprobación que recibe a todas y cada una de las acciones que lleva a cabo. ¿Cuándo empezó a importar tanto la opinión y el gusto de otros sobre nuestras vidas?
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