En algunos momentos de mi vida me he cuestionado sobre la santidad, de la misma manera en que alguna vez me cuestioné sobre los valores que dan pie a "fiestas" como las que generan los feriados o días festivos. En un tiempo estas fechas me valían poco menos que nada, tal vez esto era producto del desempleo, estado en el que todo gravitaba en torno a la necesidad. Aquel impulso por llevar a cabo alguna actividad productiva adicional (más rentable) y por establecer al fin una verdadera independencia, la cual tan solo es posible con un ingreso estable y constante. O al menos eso era lo que creía en ese momento.
Pero esto ya no es importante. Hace ya varios años que mi vida se encuentra sometida a una rutina de trabajo, de ocupación e, incluso, de estudio, que me ha permitido apreciar de manera diferente los días determinados para el disfrute de sí mismo o, en todo caso, para el descanso.
Descansar. Vaya que a veces lo necesito. En algunas entradas he mencionado lo que implica este ritmo de vida, la monotonía, la ocupación o las necedades y complejidades de la cotidianidad en un mundo sumergido entre ruido, al cual tengo que huirle todo el tiempo valiéndome de la herramienta de los audífonos y de la buena música. Esa que muchas veces, y quizá sin exagerar, me ha salvado la vida.
Nuestros fiestas son todas derivadas de la tradición religiosa, producto de conmemoraciones de vidas de santos, aquellas personas que según estas mismas tradiciones se destacan por sus relaciones especiales con las divinidades o por una elevación particular de carácter moral o ético. Este vocablo también puede evocar la idea de pureza o de gracia y en todo caso corresponder a características especiales que denotan una cercanía, precisamente, a esa divinidad que sirve como foco de la idea teísta.
Pues bien, no todos los feriados corresponden con fiestas de santos y por tanto no todos estos días son "santos" como tal. La mayor correspondencia en este sentido se da durante la llamada "semana mayor" o "semana santa", en que se recuerda la pasión y muerte de Jesucristo. Pues bien, la tradición de mi crianza es católica y por tanto debí haber servido en algún momento como un número más para engrosar la amplia cuenta de predicantes de esta religión. ¿Para qué sirve este dato? Quizá para nada.
Lo único que pretendía era reflexionar sobre la santidad de un par de días en que en realidad uno no hace otra cosa más que descansar, que hacer uso de su tiempo libre, compartir con la familia y los seres amados y, eventualmente y si es del caso, asistir a los servicios religiosos en conmemoración de estas fiestas.
Un día no está dotado de repente de una cierta carga espiritual tan solo por la creencia de algunos pocos o muchos (los creyentes somos mayoría, sin importar la forma en la que creamos o en qué). Algo como tan aleatorio como la disposición de un Jueves cualquiera y el viernes que le sigue no tienen nada de especiales. Todo es arbitrario, tan salido de cuenta y de control como el mismo caos cósmico que creo a este mundo y a las personas que midieron los ciclos para darles correspondencia con los días y años. Vueltas y más vueltas del mismo espiral en que nada más importa que lo que se hace con cada momento.
Mientras, yo armaré un rompecabezas con la amada.
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