Esta es quizá otra de tantas entradas que se ocuparán de lo mismo y que tiene que ver con lo que ya dije en mi diatriba contra el internet y las redes sociales. Hablé del tiempo que consumimos en redes sociales y de lo mal que eso nos deja eso plantados en la medida en que si ya es suficiente con todo lo que nos oprime y esclaviza internet, pues peor es si se tiene en cuenta que nuestro escaso tiempo libre se está yendo en consultar una y otra vez el feed de nuestras redes. No obstante, este es un problema que trae otro más grande de lado y por el cual últimamente sufro bastante (y el hecho de que pueda llegar a ser muy dramático no tiene nada que ver). Siento que las redes esclavizan, que el móvil es un lastre terrible que llevamos a cuestas con más tristeza que cualquier otra pena en vida.
Y es peor porque nosotros mismos escogemos el peso y calibre de nuestra cadena. Nos encanta escoger aquel nuevo modelo que estamos seguros de que quedará obsoleto en unos meses. El aparato que, aún con un uso medio (normal), no tendrá más que unas horas de vida dentro del día y que nos hará perseguir cualquier asomo de corriente eléctrica como si del aire se tratara. Y es que la angustia de dejar el teléfono en la casa, la ansiedad de que aquel se encuentre a punto de descargarse; esos, son males con lo que quizá ninguno de nuestros ancestros soñó (o tuvo pesadillas para este caso). Esta tecnología nos facilita la vida, nos permite hacer muchas cosas que antes eran mucho más difíciles.
Todo lo podemos documentar, pero entonces dejamos de disfrutar con nuestros ojos y lo único que hacemos es tomar videos para las redes sociales, porque esos nunca los volvemos a ver. Le sacamos miles de fotos a los sitios que visitamos y en la mayoría de oportunidades nos metemos en estas para que quede prueba de lo que hicimos, para que quede constancia y le pueda doler a otro, el que nosotros sí visitamos este y otro lugar. Dejamos que la comida se enfríe, aguantamos un poco más de hambre solo para documentar lo que estamos a punto de comer. Y qué decir de todas aquellas reuniones sociales en las cuales se dispone un tiempo largo para las imágenes que tampoco nadie verá, más que cuando se les "etiquete". Tal vez a alguna persona le sirva para dañarse el rato, para hacer show, para acrecentar sus celos.
Pero lo peor es la idea de estar disponible todo el tiempo para todos. No se trata solo de que ya de por sí cargar el móvil permite que nos llamaran a toda hora, si no que además se tiene la facilidad de ser encontrado en cualquier momento, en casi cualquier lugar. Sin embargo, para mí lo peor es que siempre nos puedan escribir, siempre nos puedan dejar un mensaje que tiene forma de ser controlado. Se le avisa a su emisor si llego al aparato de la persona en cuestión e incluso puede mostrarle si fue leído.
Tomado de: https://pixabay.com/es/cadena-herrumbre-hierro-metal-566778/ |
No hay entonces, nada más esclavizador que el maldito WhatsApp con sus chulos azules y su inexorable capacidad para que se hagan grupos con cualquier propósito. Ya no nos pueden dejar tranquilos. Damos el número de móvil para que nos contacten, sí. Pero aquel otro se cree con la autoridad de escribirnos en cualquier momento, de interrumpir nuestras deposiciones, de dañarnos el rato con la pareja, de molestar cuando estamos concentrados trabajando y muchas veces de alterar el ritmo normal de nuestras vidas. Claro, usted me dirá que cómo rayos no le contesta a su progenitora esos buenos días que le envía a las 7:30 a.m. Y yo tendré que decirle que antes uno tenía que esperar a ver cuando podía ver a su madre para poder hablar con ella. Eso quizá no sea del todo una bendición, pero tanta conexión de mentira, tanta facilidad para comunicar de manera "instantánea" el amor, le quita un poco de chiste al mismo. Este se da por sentado, se entiende inmediato, ahí al alcance del ridículo patrón de desbloqueo que le hayamos puesto a nuestro teléfono, de poner la huella. Es lo mismo que pasa con la información: ahora todo se nos olvida porque ¿qué tan fácil es consultarlo en Google?
Tanta facilidad nos ha hecho perezosos para amar, para pensar, para disfrutar. Nos resulta tan sencillo escribir a nuestras personas cercanas para contarles cualquier estupidez, para compartir nuestros más ridículos pensamientos. Pero lo ideal sería que tuviéramos en cuenta a quienes son más importantes para nosotros y les dedicáramos un espacio. Porque lo que enseña esta modernidad es que puedes tener muchos amigos que lo son porque están dispuestos a chatear contigo, porque pueden servir de apoyo en cualquier momento de soledad y aburrimiento. Aquellos espacios modernos en los cuales nos sentimos sin algo para hacer, desprovistos de cualquier otro esparcimiento que no involucre precisamente al móvil.
¿Será necesario? No lo creo. No pienso que necesitemos de ver las historias de otras personas a las que ni siquiera conocemos, es más, tampoco de las personas a las que en cambio si conocemos. Deberíamos de vivir historias con estas personas. Deberíamos de medir mejor nuestros amigos, porque estos no lo son por tener una excusa para escribirnos a cualquier hora, o en razón a que nos envían memes o porno. Nuestros amigos son aquellas personas con las que disfrutamos estar, con las que nos nace hablar, compartir algo de nuestras vidas. Pero quizá el problema sea ese, que cuando subimos aspectos de nuestras vidas a las redes sociales estamos convencidos de estar compartiendo, cuando lo que estamos haciendo es alimentando el morbo del colectivo, generando ansiedad y envidia en otros y en todo caso aislándonos más, al tiempo que nos perdemos en aquel océano de información en el que parecemos hundirnos sin darnos cuenta y en el que nuestra necesidad vital es a la vez la necesidad por algo que nos daña y nos condena.
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